Todos los cuentos del tercer piso, de Erika Juseppe

La narrativa mexicana goza de buena salud, es un asunto indudable. Diversas figuras han ascendido a la vista de toda Hispanoamérica con libros importantes y victorias en no pocos certámenes de clara relevancia. Impera, en estos momentos, una narrativa que va de lo íntimo y realista (pasajes traumáticos de la infancia, cuestionamiento de las dinámicas familiares) hasta lo fantástico y propio “del terror cotidiano”. Es innegable, también, la gran influencia que supuso la relectura nacional de Inés Arredondo o Amparo Dávila. En este contexto, Todos los cuentos del tercer piso (Laberinto, 2024), de Erika Juseppe, supone una exploración de las oscuridades humanas: un abanico de sujetos y objetos que son devorados en ocasiones por sí mismos. Conviven, quizá, dos líneas en estos relatos: la crítica social/moral y retratos estrictos de la intensidad del impulso interior. 

Destaca especialmente un estilo casi televisivo, quizá cinematográfico, en algunos cuentos como “Una mera cortesía” y “El encuentro”, el primero relatando una catástrofe aérea donde Josué, el personaje principal, es salvado por una joven, Alicia, que fallecida hace años se aparece para soltar una advertencia fantasmal a la vez que tangible. El segundo, por su parte, narra el encuentro de una mujer con una extraña criatura tras un accidente automovilístico.

No quedan fuera de la ecuación temas propios de la mente humana en su factor más explícito. “Sensibilidad psicópata” nos hace partícipes de un interrogatorio al interior de un centro de detención psiquiátrico, generando una atmósfera similar a aquellos contenidos multimedia donde podemos ver a delincuentes exhibir sus motivaciones. De la misma manera en que miramos a Jeffrey Dahmer o Charles Manson, miramos a Alma, quien habría cometido un crimen guiado por el odio hacia la falsa moral religiosa, teniendo como acompañamiento el incendio de la catedral de Notre Dame. Hay, aquí, un uso verdaderamente bueno del diálogo narrativo: se trata de una pieza absolutamente dialógica. Logra indiscutiblemente su cometido. Crea tensiones idénticas respecto a los documentos audiovisuales mencionados arriba, incluyendo gestos y ademanes que, por ejemplo, hacen recordar al extrañísimo sujeto que fue Varg Vikernes: tan práctico y tajante con sus posturas anticristianas. 

Del otro lado y como artefactos breves, algunos relatos despliegan escenas usuales con giros abruptos y redondos. Estos artefactos, llevados a su máxima expresión en las páginas de “Un favor”, tienen por recurso principal el desarrollo de un monólogo pesimista que, posteriormente, justificará de la manera más siniestra posible el acto final (ese giro abrupto). En el caso de “Un favor”, tenemos a una mujer cargando sus compras al interior del metro, arrojando quejas (verdaderas, a decir verdad) antes de llegar a su destino. Al bajar, observa a un niño con claros síntomas de desnutrición para luego rematar diciendo: “Mis mejillas se encienden. Me cercioro de que no hay nadie. Con la furia de un león y de un solo movimiento de ráfaga, arrojo al escuincle al vacío”. Y es necesario hacer un pequeño énfasis en las quejas del personaje principal: son cuestionamientos compartidos propios de los habitantes del tercer mundo. Se abre entonces la pregunta: ¿todos somos potencialmente capaces de cometer el acto terrible con el que cierra este pasaje? Esa empatía inicia con el personaje pone en jaque a cualquiera durante las últimas líneas.

Es de reconocer que Todos los cuentos del tercer piso cargan con la honestidad de la escritura: Erika Juseppe no rebusca en anécdotas procurando una “originalidad” en lo acontecido, sino que procura la forma en que se eslabonan las acciones, la manera en que las cosas se fracturan, espontánea o progresivamente, teniendo como beneficio (y esto el lector lo agradece) los puntos en común con otros historias, que en estos pasajes se renuevan sin nunca perder de vista la íntima oscuridad que nos acompaña. En un avión o en el metro, en la facultad, no importa: lo que importa es reconocer que hay algo latiendo, dentro y fuera de nosotros, que nos llevará a ser la víctima o el victimario.