Caer hacia adentro o El trabajo de los ojos, de Mercedes Halfon


Con la pena que involucra el desengaño, hablar de enfermedades en la literatura no supone, siempre, una apuesta ontológica por las fragilidades sino por ciertos prestigios y su performática. Al peso agobiador de la metáfora, diría Sontag, le pertenece una triada por excelencia: el sida, el cáncer y la tuberculosis (esta última, hoy día, como pieza del acervo histórico de nuestras deficiencias). Existen, pues, grandes enfermedades que por extensión lógica se perfilan como grandes temas: aquellas que amplifican las estadísticas mortales, que superan los sistemas de salud pública, las que recuerdan a la palabra crisis. 

Aunque, con todo y esto, hay un mundo menos frecuentado por la literatura, un mundo donde las Enfermedades Pequeñas (que no matan, que no amputan) se desenvuelven junto al testimonio de sus portadores. Véase el Diario del dolor, de María Luisa Puga, que cuestiona las sombras de la artritis; Opio. Diario de una desintoxicación, de Jean Cocteau, y su día a día como adicto contenido; las Cataratas, de John Berger, que hacen recuento de los estragos no de la enfermedad sino de la recuperación, esa otra forma de la penitencia; o bien, en el panorama más o menos reciente, La imaginación pública, de Cristina Rivera Garza, y su metodología exploratoria a raíz de padecimientos “poco importantes”. 

Y es en esta suma de narrativas que figura, precisamente, El trabajo de los ojos, de la argentina Mercedes Halfon. Se trata de un libro sui generis con un pie en la novela, otro en la poesía (tomando de esta no las prácticas retóricas más evidentes, sino la vocación del fragmento pausado) y el diario, a veces el aforismo. Como uno supondría por la precisión del título, Halfon plantea una experiencia temática no menos heterodoxa que sus mecanismos formales: desde la muerte del oculista en turno hasta el nacimiento del primer hijo, de la sintomatología estrábica a la historia sociocultural de los ciegos (no en vano señala, en el fragmento XLI, que “Flaubert escribió que Dios estaba en los detalles. Supongo que jamás habrá tenido problemas de la vista”).

Viñetas, sucesiones, ráfagas investigativas y personales enmarcan la escritura de este libro: hacer del ojo y la visión un objeto de estudio. La exploración desteje, en primera instancia, orígenes como el de la escritura y la enfermedad que se hereda. En el fragmento XIII, por ejemplo, la exhibición pactada en la autobiografía traza una consecuencia medular en los padecimientos oculares, es decir, lo que se nota, cosa que más tarde concluiría con la desviación del globo ocular a falta de intervención quirúrgica:

La persona con anteojos, ¿quién es?, ¿un aficionado a la lectura?, ¿una a quien no debe pegársele en la cara?, ¿alguien no demasiado atractivo? No existió un día de mi escuela primaria en que no me hayan llamado Chilindrina. Llegué a ver El Chavo del 8 como si se tratara de mis propias aventuras. La similitud con la niña de las gafas y las pecas no se quedaba en lo físico; yo también era bastante sucia y caprichosa.   

La relación entre el que especta y el que padece entra por la vista. La función del ojo, aquí, no sólo sugiere un cambio de perspectiva del Yo frente a las cosas, sino también de las cosas hacia el Yo. Halfon, sin embargo, no se limita a la superficie del estrabismo; la interioridad (la transformación del punto de vista) se trastoca hacia la creación, y dibuja las bases del oficio: “Me pregunto por mi propia inclinación a la lectura y la escritura. Es posible que haya comenzado así [con el uso de los anteojos]”.

Coexisten, hilo a hilo, referencias literarias, pictóricas y cinematográficas. También alusión a oficiantes del ojo o, en otras palabras, estudiosos de la materia oftalmológica como Georg Bartisch, el primero en existir. Estas relaciones constatan las posibilidades de la ceguera o la debilidad visual: un investigador preocupado por la vista que termina ciego, Charles Chaplin y su “ceguera desde la mudez”, un busto en Buenos Aires que en lugar de pupilas denota párpados, la posible figura de Homero como invidente ejemplar. Es probable que todo esto se deba a la grandeza de los “imposibilitados”, una especie de contraataque desde la docilidad presunta. 

Ante el acontecer de las anécdotas, los pasajes y las anotaciones (la condición de diario-cuaderno nunca se disuelve), el estrabismo hereditario, tratado con el oftalmólogo, se desdobla hacia otras “formas de ver” que conllevan, desde luego, otras “formas de tratamiento” (el seguimiento del embarazo monitoreado por un obstetra, quien a su vez solicita un dietista y así consecutivamente). La cercanía con el médico en turno y su impacto frente a la vida del Yo, tensada de por sí por los eslabones de la intimidad biográfica y la dimensión emancipadora de la escritura, tal como señala Fabián Casas, guía a Mercedes Halfon a extraordinarias entradas como la del fragmento XXXIV. La búsqueda de los motivos (¿personales?) que llevan al médico especializado a determinada área del conocimiento, barajando opciones que, por razones del destino (se usa esta abstracción a falta de argumentos sólidos de lo privado), termina centrándose en el área de la οφθαλμολογία, es decir, “al servicio de los ojos”. Esta sentencia se desdobla hacia la pregunta: ¿por qué razón visitamos, consuetudinariamente, a tantos especialistas? La respuesta la determina la propia Halfon: “Se multiplican las enfermedades posibles. El miedo nos multiplica, igual que el amor”. 

Esta variación en la enfermedad, el hecho de que existe una gran cantidad de padecimientos visuales entre los que se cuentan la presbicia, el daltonismo o la miopía como los más comunes, supone tomar en cuenta las diferencias posibles entre ciertas condiciones que se dan en simultáneo, tal como sugiriera Oliver Sacks: “Mientras los sistemas vestibular y proprioceptivo estén intactos, nos mantenemos en perfecto equilibrio con los ojos cerrados. No nos inclinamos ni nos caemos al cerrar los ojos. Pero al parkinsoniano, con su precario sentido del equilibrio, puede sucederle”. Esto, el equilibrio sostenido, condensa la metáfora del “caer hacia adentro”, agregándose a la situación del ojo desviado que, al caer los párpados, no se percibe. Hacia el final de El trabajo de los ojos se pacta una tregua con la obsesión central. En el pasaje de clausura, se extiende la insinuación: todos estos apuntes son una vista al interior del Yo, una implosión autobiográfica que pasa de la dimensión privada a la pública. La última línea de este libro describe un acontecimiento simple pero eficiente: “¡Qué lindos ojos! Me dijo. ¡A verlos! Y los abrí”. 

La obra de Mercedes Halfon no propone, en absoluto, un utilitarismo de las enfermedades, que goza de tanto prestigio en la literatura latinoamericana reciente. Por el contrario, busca desestabilizar las predicciones posibles: no es libro de una madre primeriza que padece estrabismo, tampoco los apuntes de servilleta de una narradora incipiente. La estrategia discursiva, constituida en la trampa de la autoficción y el horizonte de expectativas habitual de la nouvelle, hace de El trabajo de los ojos una bellísima sucesión de fotografías no del árbol genealógico y sus trágicas herencias, sino de la veta de este árbol observada desde una cuenca de fractales, un ojo débil pero absoluto para sí.