Una lengua opaca: Vitral de pájaros, de Ángel Uicab


Algunos lugares comunes son, en realidad, bienes comunes: un niño en la península de Yucatán asedia y mata dos pájaros con su pulso perfecto. Mientras tanto, en otra región de México perteneciente al sur (y en un trabajo sobre la caza y las cuestiones de género en Mesoamérica, firmado por Lourdes Godínez y Verónica Vázquez), conocemos a una mujer que dice haber matado 5 pájaros con una resortera: “Algunos, como las chachalacas, no las mataba porque me daban lástima”. En otro sitio, a unos 9000 kilómetros de aquí, la lengua francesa hereda a sus hablantes la cada vez más vieja canción popular que dice: “Canta ruiseñor, canta, tú que tienes el corazón alegre / Yo no lo tengo para reír, lo tengo para llorar”. 

Algo similar a lo anterior recuerda y pauta el poema ‘Epitafio’ de Vitral de pájaros / Stained Glass with Birds (The Ofi Press, 2021), más reciente libro de Ángel Uicab. Bajo la premisa de que los pájaros son elementos de estirpe poética infalible, al menos con mayor frecuencia que las babosas y los armadillos, el poeta construye un cuerpo brevísimo en siete tiempos que, de manera natural, digamos aérea, son una especie de desglose del epígrafe de Adriana Cupul Itzá: “Como un aguacero feroz y lento / ahí vienen los pájaros”. Esencialmente estos adjetivos, entre el instinto y la apacibilidad,  enmarcan una serie de cruces donde el ave es víctima (“En las alas del pájaro / pesa / el antiguo lenguaje de la piedra”) y victimario (“Un cuervo se posa sobre la cabeza de este poema / para arrancarle los ojos”).

Uno de los grandes aciertos de Ángel Uicab, al menos en este libro, es no hacer del paisaje y sus elementos naturales una melancólica pintura al óleo, al óleo barato quiero decir, donde el valor del poema reside no en las cosas sino en el prestigio de las mismas. Vaya: Ángel propone, en los mejores momentos, una operación cuidadosa y no una dada en la palabra pájaro (que no contiene necesariamente al pájaro). Por dar un ejemplo: ”Quienes lo vieron al amanecer / guardaron en sus ojos la majestuosidad de sus alas, / los destellos de sol impregnándose en sus plumas, / y la estela verde que se dibujó detrás de su vuelo. // Ellos dijeron: // Es hermoso, / ¿cuál es su nombre? / Desconocen que su nombre no tiene cabida en el lenguaje”. Este giro en la construcción del poema, donde todos menos el último verso funcionan como preludio para afirmar el aturdimiento y la extrañeza, aporta a Vitral de pájaros ese diferenciador respecto a los poetas que fotografían las características de un ave a través de una fórmula poco sutil de comparaciones e imágenes digeribles (triturables) hasta el hueso, donde las aves no pertenecen a sitio alguno y pueden ser, potencialmente, otra cosa: una flor marchita, una piel transparente, una copa de vidrio estrellándose contra algo que nadie puede percibir. 

El texto primero, que da nombre al volumen, es un asunto curioso. Se trata de un poema de fuentes taxonómicas que pretende repasar aves en específico resolviendo su presencia como irremplazable dentro del texto: “Moribundo, / el carpintero, / da el último picotazo / en el fruto de su memoria”, por ejemplificar. Un arte de pájaros nerudiano en sus objetivos si se requiere, pero más bien enraizado en un catalizador como Nezahualcóyotl. La cuestión metapoética, con sus matices, también está presente. Esa razón que hace que el poema sepa que es un poema nutre en tanto no se perciba con las mismas motivaciones una vez tras otra. Algo de esto hay, ocasionalmente, por aquí: “Sorbe el néctar de los labios en flor, colibrí, / luego ve, / inyéctalo a la poesía”, y “Una vez que atraviesa el fuego del framboyán / el zanate deja de ser pájaro / para convertirse en poema” (donde dice poema, podría leerse memoria, por cierto); finalmente, en un poema ya ajeno al homónimo del libro: “Entonces, / sobre la hoja en blanco se agita un par de alas, / y busca su rumbo el poema”. 

En otro orden de ideas, debo añadir lo obvio: algunos poemas funcionan como cuerpos textuales que dependen de su línea final, casi aforística; también es cierto que las operaciones del haiku y las formas apegadas a la contemplación imperan, sin que eso suponga un detrimento del pensar la materia del poema y sustituir este pensar por la descripción vacía.

En el libro anterior y ópera prima de Uicab, Todo cabe en un poema sabiéndolo acomodar (Bitácora de vuelos, 2018), Balam Rodrigo, que escribe el prólogo, tilda de “antipoeta”, y por consecuencia hacedor de especies de “antipoemas” a quien escribe Vitral de pájaros. Quizá, y sólo quizá, se echa de menos en esta pieza reciente la agudeza crítica y ácida del autor, sin que eso signifique, de ninguna manera, que la estrategia autoral del ahora sea menos válida o interesante. Es, eso sí, menos irreverente y menos dinámica. ¿Será el tema, rara avis, tan crucial que genera una distancia, casi un enfrentamiento, entre las dos versiones del mismo autor? El tema o los objetivos o las consecuencias.

Más allá de oraciones trompicadas como “las costras de la luz”, que luego se revierte por “los tallos de la luz”, es de agradecerse la genuina admiración e interpretación del poeta respecto a sus símbolos más apreciados, como se manifiesta en el fragmento 5 del texto iniciático: “Se posa sobre la penca del henequén. / El pájaro Toj mueve la cola, / de su milenaria estirpe / ha heredado el Real oficio de medir el tiempo”. No creo, pues, que sea posible mediar muchas de las formas en las que se manifiesta aquí la palabra pájaro respecto a los mirlos y los búhos de tanta poesía cercana (recordemos que “Los pájaros cantan en pajarístico, pero los escuchamos en español”, u otra lengua determinada que define los límites). Creo, más bien, que hablamos de otra cosa, una donde la ecopoética no sirve demasiado, donde tentativamente el funcionamiento de lo que se nombra, como la invocación y la inventiva animal, se desapega, por ejemplo, de alguien que escribe desde Missoula mientras observa un oso inmóvil desde un aparador traslúcido. 

[TEXTO PUBLICADO EN VÉRTICE]